I
Los viernes llego muy tarde a casa. Como de costumbre, mis
padres ya habían puesto la mesa y la comida estaba en los fogones, esperándome
para servirla. Había sido un día muy duro debido a mi cansancio y a mi estado
de debilidad. Asistí a las correspondientes clases en la universidad, siempre
aburridas, y en la tarde aproveché para ir a nadar. No pude hacer más de quince
piscinas, y eso que de costumbre hago cuarenta. Me sentía sin fuerzas y me
venían calambres a cada rato, en los pies en primera instancia, y después en
los muslos. Los calambres en los pies los superaba con facilidad; paraba, movía
los deditos y a los pocos minutos toda la musculatura volvía a estar en plenas
facultades. Pero cuando me vino el calambre en el muslo tuve que salir de la
piscina, con cierta dificultad, echarme en el suelo y masajearme la pierna.
A parte de los calambres, cada dos piscinas tenía que parar
para equilibrar mis respiraciones; me costaba aguantar el aire debajo del agua,
nadando así alterado y cansándome más.
Fue muy extraño, me he sentido como un anciano de setenta
años intentando nadar después de haber tenido durante veinte años una vida sedentaria.
Anímicamente también he estado tocado. No he deseado
relacionarme con mis amigos, quería estar solo y recapacitar. Y cuando subí al
bus que me llevaría a casa, busqué el asiento más aislado de todos, donde me
acurruqué y dormí como un lirón durante la hora que duró el trayecto. Cuando
llegamos al destino estaba empapado de sudor, y eso que iba en manga corta. Seguramente
había sido una pesadilla la culpable. Sin embargo, esa siesta me sirvió para
recuperar fuerzas, me sentí un poco mejor. Quería creer que el estrés de la
universidad era la causante de mi estado de debilidad; descansando y durmiendo
mucho, todo se solucionaría.
De cena había ñoquis; cada viernes quiero cenar pasta debido
a que después de hacer deporte, en mi caso nadar, una comida abundante de
carbohidratos es muy aconsejable. Me encantan los ñoquis, y más aún con la
salsa de chorizo y tomate que hace mi mamá. Son irresistibles. Lamentablemente,
no los pude comer, hice el intento pero me pasaba un largo rato masticando
porque me costaba mucho ingerir la comida. Ya al mediodía sólo pude comer medio
bocadillo de queso, y eso con sumo esfuerzo. Sentía como si el esófago se
hubiera estrechado y la comida no tuviera espacio suficiente para llegar hasta
el estómago.
Debí conformarme con cenar un yogurt, algo ligero y
semilíquido. Mis padres se extrañaron mucho debido a que siempre me como toda
la bandeja de pasta. Les expliqué mis síntomas, y llegaron al consenso que
estaba incubando una gripe. Entonces me hicieron tomar una aspirina.
Mi madre aún no había acabado su plato de ñoquis y mi padre
estaba comiendo frutas cuando me levanté. Despidiéndome conjuntamente con un
frío y distante buenas noches, me retiré a mi dormitorio. Estaba exhausto, la
energía recuperada en la siesta del autobús se había desvanecido.
No me lavé los dientes, ni me puse crema en los granos de la
espalda debidos a la pubertad; no tenía ánimos para eso. El esfuerzo de ponerme
el pijama ya fue demasiado agotador.
Me estiré en la cama, posicionado de lado, mirando hacía la
pared. Siempre duermo mirando el techo, pero ahora tenía escalofríos y quería
estar acurrucado, juntando mis muslos con mi tronco, ocupando el menor espacio
posible. Inmediatamente me dormí, sin tener que pensar en los sucesos del día,
en mis futuras preocupaciones, en mis amigos ni en nada por el estilo, que es
lo que siempre hago antes de dormirme.
II
Mi querida madre tiene órdenes directas de despertarme los sábados y domingos a las
nueve de la mañana; una hora que me permite descansar y recuperarme de la
estresante semana, y por otro lado, la mañana puede ser aprovechada a la
perfección.
Sin embargo, ayer no le recordé su deber, y ella lo
interpretó como qué lo adecuado sería que descansara y me recuperara. A las
doce del mediodía pensó que ya era una hora adecuada para ver cómo me
encontraba y cortar mi profundo sueño. Entró en la habitación con sigilo, abriendo
la puerta con cuidado; mirando que no se moviera el llavero que se encuentra en
la cerradura. Sólo las madres siguen guardando cuidado a pesar del inminente
despertar. De puntitas se dirigió a los porticones y los abrió para que la luz
iluminara mi alcoba, mientras a coro, con una voz muy dulce, susurraba
crecientemente ya es de día, ya es de día; repitiendo las cuatro palabras que
utilizaba yo de pequeño cuando los despertaba a ellos. La venganza es un plato
que se sirve sin calentar.
La luz no me despertó, continuaba en la misma posición en la
que me dormí; apoyado en el lado derecho del cuerpo, encarado a la pared, muy
cerca de esta. Sólo sobresalía mi cabeza, el resto del cuerpo lo tenía cubierto
por las sábanas. Mi madre se acercó a la
cama y me puso la mano en la frente, quería ver si tenía fiebre. Le sorprendió
notar una baja temperatura. Así que se dirigió a su habitación para coger el
termómetro. Al regresar, se subió en la cama; dejando una pierna tocando al
suelo y la otra acomodándola en el lecho. Me iba hablando para ver si sus
palabras me despertaban, pero yo seguía roque. Decidió ponerme el termómetro
aunque yo durmiera. Cuando me giró para que me pusiera mirando al techo,
comprobó que era un peso muerto y con una cara súbitamente pálida. Ahí supo que
algo no iba bien. Subió el tono de voz, y me empezó a mover con más intensidad
para que me despertara. Yo seguía con los ojos cerrados, sumergido en el sueño.
Volvió a tocarme la frente y el frío de mi piel recorrió sus nervios. En ese momento
gritó mi nombre mientras me sacudía fuertemente. Su mente se enturbió, no sabía
qué es lo que estaba pasando. La realidad se transformó en una especie de
pesadilla. Asustada y muy alterada se
dirigió a la sala donde gritando histéricamente le dijo a mi padre que estaba
inconsciente. Era tanta la angustia de mi madre que lloraba sin que le cayeran
lágrimas. Mi padre fue corriendo a la habitación, se sentó en mi cama, me tocó,
desprendió con brusquedad las sábanas que me cubrían y, tomándome el pulso en la
muñeca y después poniendo la oreja sobre mi pecho, susurró: no tiene pulso, no
respira. Me estiró de un brazo, y cuando
estaba en el borde de la cama, me cargó. Gritó a mi madre que cogiera las
llaves del coche. Me estiraron en el asiento de atrás del auto, la cabeza la
apoyaba en las piernas de mi padre, que subió a mi lado. Mi madre conducía; ¡y
cómo conducía!; siempre ha sido una conductora precavida y ahora iba a una
velocidad endiablada. Por su parte, mi padre, sin saber qué hacer ante tal
situación, intentó un boca a boca y masajearme el pecho para darme calor. Eran
actos de pura desesperación.
Llegamos al hospital del pueblo en un santiamén; no me
extraña, a la velocidad a la íbamos... Repitiendo la escena, mi padre me cargó
y, con mi madre al lado, entraron al hospital,
gritando y llamando a los médicos. Una señora, supuestamente enfermera,
detectando la delicadeza de la situación, los condujo a una sala donde había
una camilla. Al instante tuve un médico al lado que me examinaba mientras recibía
explicaciones de mis padres. Gritando le ordenó a la enfermera que llamará a la
ambulancia, mientras en voz baja, sin saber si se lo decía a él mismo o a mis
padres, murmuraba: “no respira, no
respira”.
III
Estaba en una habitación minúscula del hospital Sant Josep,
en la ciudad más cercana del pueblo. Unas sábanas me tapaban no sólo hasta el
cuello, sino la cabeza incluida.
En el pueblo me había recogido una ambulancia y mis padres
la siguieron en el coche, aprovechando el paso que ésta abría. No dijeron nada
en todo el camino; sólo le daban vueltas
a las palabras del médico de cabecera del pueblo: vayan al hospital Sant Josep,
pero témanse lo peor.
Así fue, la advertencia
del médico se cumplió. Mi padre se ocupaba del papeleo en la recepción.
Mi madre, en una silla de la sala de espera,
lloraba, sollozaba, consumía todas las reservas de agua de su cuerpo.
Al cabo de un largo rato volví a estar en casa, en mi
habitación. No estaba echado en mi cama, como cada noche, sino que me
encontraba en el ataúd que reposaba sobre ella. Era un ataúd marrón oscuro, muy
bonito, lleno de adornos dorados. Si todo hubiera ido más despacio, les habría
dicho a mis padres que quería un ataúd ecológico de cartón, que es barato y
tiene la misma función que los de madera.
En la sala estaba mi padre con la familia y los amigos de
confianza que habían ido a acompañarlos en estos momentos difíciles. Algunos
estaban sentados en los sofás, otros
alrededor de la mesa del comedor y otros, en grupitos de tres, de pie. El tema
de conversación siempre giraba en torno a unos parámetros: pobre chico, con la prometedora vida que
tenía por delante…; que van a hacer ahora ellos sin su hijo, toda su vida
giraba en torno a él; pobre María, está en la habitación y no quiere salir. Así
era, mi madre estaba en la habitación a oscuras. No quería ver a nadie porque
todos le dirían lo mismo. Únicamente deseaba darle vueltas a ¿por qué, por qué
él y no yo?
Ojalá pudiera haberle dicho a mi madre que viniera a mi
habitación, que se acostara conmigo, al lado del ataúd. Me tuve que conformar
con la visita de los asistentes. Entraban uno por uno, o por círculos
familiares, me miraban y, dependiendo de la persona, me tocaban o me decían
alguna cosa. Lo más tierno fue cuando entró Anna, una amiga de mis padres,
especialmente de mi madre. Es una señora mayor, y venía al menos una vez al mes
a cenar a casa; era una mujer muy tierna. Yo le tenía un gran aprecio de manera
recíproca, es decir, la quería porque yo la fascinaba a ella. Veía en mí un chico
con mucho potencial, con mucho carácter y con un mucho encanto. Cuando entró
tenía los ojos rojos de tanto llorar, pero hizo un esfuerzo para
tranquilizarse. Se acercó con un paso titubeante y se quedó cinco minutos en
silencio contemplándome con seriedad. No dijo nada, como si no quisiera
despertarme. Entonces, antes de volver con el resto de la gente, me besó con
ternura en la frente; un beso que decía lo mucho que me había tenido en
consideración y el cariño que me tenía.
IV
Los días que viví intenté disfrutarlos al máximo, sacándole
el jugo a cada minuto, a cada segundo y a cada experiencia; igual que cuando
exprimes la pulpa, los gajos, las semillas y todas las partes de una
naranja. Así fueron los veinte años de
mi paso por la tierra, unos años llenos de alegría y de buenos momentos. Hubo
días desagradables, claro, pero fueron pocos y no los quiero recordar.
Quedaron muchos sueños por cumplir y me sabe mal no haber
tenido la posibilidad de, al menos, intentarlo. Pero sólo me sabe mal; no estoy
enojado, no estoy deprimido, no tengo rabia, no lloro, nada de nada. Sólo me
sabe mal. Más que nada me molesta por mis padres. Ellos van a cargar con todas
la consecuencia del Adiós de su único hijo, de la persona que más querían, del
núcleo de sus vidas. Yo era un planeta con dos satélites, ellos, dando vueltas
a mí alrededor. Qué van a hacer ahora estos dos satélites sin su planeta; van a
estar perdidos por la inmensidad del espacio, sin saber a dónde ir ni qué
hacer.
Quisiera saber cómo van a afrontar este contratiempo; no sé si van a decidir cortar su relación
ahora que su imán principal ha desaparecido, o si van a unirse más aún para
luchar y superar esta adversidad. Espero
que sea la segunda opción. Estoy seguro que mi madre es la que lo pasará peor, por
lo tanto deseo que mi padre esté siempre a su lado, consolándola o animándola
según el momento.
Me quedaron muchas cosas por vivir, por ejemplo, casarme,
crear una familia, tener hijos, verlos crecer, y que me hicieran abuelo.
Tampoco sé a qué me hubiera dedicado, cuál habría sido mi profesión. Nunca se
sabe lo que te deparará el destino; a lo mejor acababa viviendo en Sudáfrica
con una italiana. Lo que más me fascinaba cuando respiraba era, sin duda, no
saber dónde estaría en diez años y ni siquiera en uno. No obstante, nunca había
enfocado la posibilidad de acabar como he acabado.
Son muchas las experiencias que me he perdido pero también
muchas las que he vivido, teniendo en consideración mi edad. Sin embargo, hay
un aspecto que no he experimentado en veinte años: el amor. No amor de madre o
amor de familia, sino el amor de pasión. He tenido amigas, amantes y noviazgos
temporales, pero no he tenido un romance serio, una relación larga, duradera y
completa. Eso es lo único que me impide hablar de veinte años perfectos. Me
hubiera encantando conocer una muchacha con quién compartir lo bueno y lo malo,
contarle mis preocupaciones, explicarle los secretos más profundos de mi alma,
y cómo no, viajar con ella, visitar sitios tan románticos como París o
Florencia. Y esa es la etapa que más tristeza me da no haber tenido.
V
La noticia de ayer se extendió como niebla por todos los
círculos por donde me movía. Que la gente del pueblo se percatara me parece
lógico, es la fama que tienen estos núcleos urbanos. Lo curioso es que también
se enteraran de lo sucedido en Barcelona, más concretamente en mi universidad.
No tengo la menor idea de quién fue el difusor. El hecho es que mis tres amigos
más íntimos llamaron a mis padres para dar su pésame y preguntar por el
velorio. Somos una familia atea y siempre hemos visto a la iglesia como una
mafia que se aprovecha de los pobres y analfabetos, así que la idea era
realizar una ceremonia en casa. No
obstante, mis amigos comentaron que un gran número de personas de Barcelona
querían aproximarse para verme por última vez, y eso puso a mis padres entre la
espada y la pared; debían escoger entre
nuestra diminuta casa, invitando sólo a personas cercanas, o hacer una
ceremonia fúnebre en la Iglesia con muchas personas. Conociéndome como si me
hubieran parido, mis padres sabían que yo era una persona sociable y por eso
aceptaron hacerlo en la iglesia, adivinando así mis deseos.
Mis compañeros de clase se reunieron para venir juntos a mi
entierro. Alquilaron tres autocares de setenta personas cada uno para venir al
pueblo a darme el último saludo; dos iban repletos y en el tercero sobraban
algunos asientos. De mi clase eran noventa y cinco personas, y de la otra
clase, con la cual compartíamos algunas asignaturas, vinieron cincuenta; la
mitad. El resto eran amigos de otras carreras o universidades que me conocían
ya fuera por cursos, deportes, encuentros esporádicos o por ser amigos de
amigos. Llevaba una vida social muy activa así que, como se puede comprobar,
amigos no me faltaban.
En total, ciento ochenta y cinco almas vivas de la ciudad
condal se tomaron la molestia de perderse un fin de semana para venir a
despedirme.
VI
La Iglesia del pueblo tiene el segundo campanario más grande
del país, y ella en sí, con su estilo barroco muy cargado, alberga grandes
vitrales y espacios muy amplios en el interior.
Llegué transportado por el coche funerario y de ahí me
pusieron en una plataforma metálica, con ruedas, para trasladarme dentro del
templo de Dios. Traspasar las robustas puertas de roble, oler la piedra húmeda
y ver centenares de personas allí reunidas, unas sentadas y otras de pie, para
darme una solemne despedida, me enterneció. En cierto modo me supo mal haber
fallado a estas personas al no alcanzar las específicas metas en la vida que
ellas estaban convencidas que lograría. Había un aire de tristeza en torno mío.
Mis padres y familiares entraron detrás de mí. Mi madre no ha dejado de llorar
y sus ojos parecen ensangrentados de lo rojo que están; en cambio, mi padre no
ha derramado ni una lágrima. Él tiene otra manera de demostrar el dolor y la
pena. Se podría decir que mi madre llora en nombre de él y de toda la familia
junta.
Se abrió un corredor entre la gente para dejarme pasar.
Antes de mi llegada nadie hablaba, pero a medida que recorría el pasillo para
llegar al altar, el silencio se tornó en re silencio; como si todos hubieran
dejando de respirar y centrasen todas sus fuerzas en mirar mi avance.
Una vez situado frente al altar, muchos explotaron a llorar.
Álvaro fue quién más lloró, sus gemidos eran los que más se escuchaban. No es
mi mejor amigo de la universidad, pero nos teníamos un fuerte aprecio mutuo, y
hoy lo ha dejado ver. Tuvo que ser Laura quien lo consolara, abrazándolo. La
gente que no lo conocía se quedó sorprendida porque su metro noventa y su
imponente musculatura no muestran la sensibilidad que guarda en su interior.
La misa dio comienzo y el cura empezó a farfullar oraciones
en latín; a nombrar en cada frase a Cristo, su familia y mi alma. A mis padres
les molestaba, por si no fuera poco lo que ya estaban viviendo, debían aguantar
además las filosofadas del cura y su libro sagrado. Les sacó de quicio en el
momento en que explicando la resurrección de Jesús, daba esperanzas a que yo,
tendido delante de ellos, pudiera sorprenderlos con la misma acción. El grado
de dolor que albergaban todos los allí presentes traducían esas palabras en
burla. La gente por respeto no dijo nada, pero mis padres se miraron y se
calmaron mutuamente para no pegar, según su juicio, al ingenuo que sacrificó
uno de los placeres más grandes de la vida para demostrar su fe en un ser
imaginario.
Todos, ¡incluso yo!, teníamos la sensación que estas
ceremonias están ya pasadas de moda. Una misa en el siglo XVI podía tener
sentido, Dios era la única esperanza de la población. Pero ahora, con la
tecnología y la ciencia que nos rodea, ningún ser racional se plantea la
posibilidad de un Creador capaz de construir la Tierra en 6 días y descansar el
último. Así que las palabras del cura eran como un cuento que todos oían, pero
sin estar de humor para tales palabrerías.
Los típicos “amén” o “en nombre del padre, del hijo y del
espíritu santo” que supuestamente se debían exclamar en coro por todos los allí
presentes, sólo lo pronunciaban voces gastadas y arrugadas, es decir, sólo los
presentes de una cierta edad conocían el guión.
Para muchos, el sermón en su conjunto se hizo eterno aunque
objetivamente fuera breve; no sobrepasó los veinticinco minutos. Cuando el cura
dio por finalizada la misa, toda la gente se fue posicionando en una cola
en donde yo hubiera sido la cúspide de
haber tenido forma de pirámide.
Suerte que me habían peinado y vestido bien; llevaba ese
jersey azul claro tan bonito que combina como te y azúcar con pantalones
negros. Es importante que la última imagen que les quede a todos mis conocidos
sea la de ese chico apuesto que siempre se fija en los detalles, ya sea en el
trato personal como en la vestimenta. Incluso la palidez de mi piel se retocó
un poco con unos polvos mágicos, el mismo que se ponen las mujeres para
aparentar su anciana juventud .
Unas seiscientas personas me dieron el último Adiós.
Agradezco su esfuerzo y cariño pero podrían haber sido más innovadores en su
despedida. Fue muy parecido a lo vivido
en las visitas que recibí en mi casa ayer en la tarde, aunque ahora eran
aproximaciones cortas y frecuentes.
Todos hacían lo mismo: mirarme y decir alguna palabra. Àlex fue quién acabó con
mi aburrimiento. Se acercó, y con un miedo aparente de que le dijeran algo,
metió en el ataúd un papelito doblado por la mitad y encima de éste puso una
goma gigante. Todo tenía su significado, claro, entre él y yo. En la hoja de
papel había hecho un dibujo estilo grafiti donde su nombre y el mío se
fusionaban en símbolo de amistad permanente. Y la goma… Esa fue la goma gigante
que le regalé hacía años, con la intención que le durará toda su vida, porque
no tenía y siempre me pedía presentada la mía. Como acostumbrábamos hacer
bromas de ese regalo ingenioso, fue un gesto muy bonito devolvérmela para que
yo pudiera reírme el resto de mis días.
Esa fue la anécdota del día, aunque el momento más
emocionante fue cuando se acercó Mireia, la chica de la clase que más me
gusta. No sé si se enteró de mi devoción
por ella; la pista era que cuando hablaba con ella mi voz se volvía inestable y
a veces tartamudeaba. Se acercó con los ojos húmedos y dejo un ramo de rosas
blancas al lado del ataúd. Tuve la sensación de ponerme rojo y me sentía
extraño porque quería decirle algo, llamar su atención, hacer que se fijara en
mí por última vez. Me concentré para tirar un jarro de flores que estaba al
lado del ataúd, pero mi fuerza psíquica no fue suficiente. Me sentí muy
impotente al ver esos ojos marrones, perdidos en la inmensidad del mar,
mirándome con ternura. Y yo sin poder decirle nada.
VII
La elección familiar se consensuó en no alimentar a los
gusanos, fomentando así la biodiversidad del planeta; en otras palabras, fue la incineración y no
la descomposición natural lo que puso punto final a mi cuerpo físico.
Puede parecer una tontería la comparación, pero siempre me
había duchado con agua caliente, casi hirviendo, de modo que era más de mi
agrado el calor de las llamas quemando mi piel, mis órganos y algunos huesos,
que no el frío subsuelo y los frescos animalitos.
¿Alguna vez os habéis preguntado cómo es la incineración? Yo
no, así que me he llevado una sorpresa. ¡Me han quemado con el ataúd! Por Dios,
por el cura y por las funerarias, eso no puede ser posible. Tendrían que haber
ataúdes de alquiler, así una vez hechas las pertinentes ceremonias, éstos se
podrían usar otra vez. No tiene sentido ir quemando ataúdes. Las fábricas
sí que maximizan sus beneficios, pero
los bolsillos de las familias y los troncos de los bosques no son fuentes de
recursos inagotables. Me escandalicé al
ver que me metían al microondas gigante con el cajón de pino incluido.
Horrorizado me quedé.
Veinte años atrás fui espermatozoide y óvulo al mismo
tiempo, crecí, me desarrollé, me formé y al final del camino he vuelto a acabar
en la diminutez. Es difícil imaginarme que estos restos es todo lo que queda de
mí, un humano que hablaba, pensaba, actuaba, comía y vivía. Me he convertido en
lo que en su día había sido alérgico, en polvo.